lunes, 1 de mayo de 2017

Por qué estoy sufriendo?

¿Por qué Dios no nos protege de todos los problemas que afrontamos? 
¿Acaso a Él no le importa? 
¿O tal vez es que Él nos permite sufrir por un propósito crucial en nuestra vida?



Vivimos en un mundo de dolor, pero, ¿debiera ser así esto? Si Dios es un Padre amoroso y todopoderoso, podríamos pensar que Él podría protegernos de enfermedades, accidentes, crimen, desastres naturales —o cualquier otra fuente de ansiedad y dolor.

El sufrimiento es algo profundamente personal, y lo experimentamos en muchas formas. En momentos de pruebas difíciles pareciera que no encontramos las palabras ni las explicaciones adecuadas. Buscamos respuestas para las preguntas urgentes del momento: ¿por qué? ¿Por qué yo? ¿Por qué no yo? ¿Por qué esto? ¿Qué sigue después? ¿Dónde estaba Dios cuando esto sucedió?

Es claro que algunas personas se causan sufrimiento por las decisiones que toman. Pero también es cierto que hay algunos que resultan ser las víctimas de las decisiones de otros o de lo que parecieran ser eventos al azar. ¿Por qué Dios no protege al menos a aquellos que sinceramente se esfuerzan por vivir una vida buena y obedecer su ley?

Para responder esto necesitamos volver atrás y analizar nuestras circunstancias desde una perspectiva más amplia. Es fundamental, aunque tal vez pueda confundirnos al principio, que entendamos que Dios no nos promete impedir toda pérdida, dolores del corazón o estrés en nuestra vida. De hecho, Él reconoce que hay algunos momentos en que sufriremos.

Dios tiene un plan
Dios tiene un plan para nosotros a nivel individual y para toda la humanidad. Su propósito es crear una familia para que viva con Él por toda la eternidad en el Reino de Dios. Él trabaja de muchas formas en la vida de sus hijos con el fin de prepararnos para que podamos estar en ese Reino.

Por ejemplo, por su gracia, Dios ofreció a su hijo para que podamos ser reconciliados con Él (Colosenses 1:19-21), al arrepentirnos de nuestros pecados (1 Juan 1:9). Cuando nos sometemos a Él por medio del arrepentimiento, bautismo y obediencia, Él nos ofrece el don del Espíritu Santo (Hechos 2:38; 5:32). Por el Espíritu Santo, Él nos da conocimiento, entendimiento, confianza y esperanza (Efesios 1:15-19). Él nos promete proveernos para nuestras necesidades físicas si es que nosotros hacemos de su Reino y su justicia la máxima prioridad de nuestra vida (Mateo 6:33).

Y Él permite que suframos (Hechos 14:22). Esto también es parte de su plan para nosotros. No porque Él sea arbitrario o cruel, o que le guste nuestro sufrimiento, sino porque hay una dimensión de crecimiento personal que sólo puede ser alcanzado en los momentos de dificultad y desafío.

El ejemplo de Jesús
A medida que enfrentamos las dificultades, es útil recordar cuánto sufrió nuestro Salvador. Jesús vivió una vida perfecta, completamente libre de pecado. Si alguien no merecía sufrir ni experimentar dolor y sufrimiento, éste fue Jesucristo. Él sufrió terriblemente, tanto a nivel mental como físico. La noche antes de morir, Jesús le clamó al Padre en medio de su agonía emocional (Lucas 22:42-44), porque entendió la increíble responsabilidad que Él tenía, y entendió la dolorosa muerte que tenía que enfrentar.

Anteriormente, cuando Pedro expresó en nombre propio y en nombre de los discípulos su entendimiento de que Jesús era el Cristo (el Mesías), Él les dijo: “Es necesario que el Hijo del Hombre padezca muchas cosas, y sea desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y que sea muerto, y resucite al tercer día” (Lucas 9:22).

Jesús comprendió lo que tenía por delante. Él sabía que tendría que sufrir de muchas formas y que eventualmente los líderes religiosos lo matarían.

En la misma ocasión, Jesús aclaró que todos aquellos que lo siguieran deberían también estar dispuestos a sufrir. “Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí; éste la salvará” (vv. 23-24).

Así como una persona que está siendo llevada a la crucifixión necesitaba llevar su propia cruz, Jesús dijo que sus discípulos tendrían que estar dispuestos a llevar las cargas de la vida, mientras lo seguían fielmente a Él.

Es evidente que Jesús sufrió y que nosotros también lo haremos. Pero, ¿por qué? ¿Qué es lo que debemos aprender cuando experimentamos serias dificultades?

¿Qué bien puede salir de la adversidad?
Es natural que nos enfoquemos en nuestro dolor, ansiedad y temor inmediatos. Pero a otro nivel, algo mucho mayor se está llevando a cabo.

Pablo escribió acerca de un proceso de crecimiento que empieza con angustia y conduce a una confianza total en Dios. “Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza; y la esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5:3-5).

La palabra griega traducida como paciencia, en el versículo 4, significa la resistencia para mantenerse firme en medio de circunstancias difíciles (Johannes Louw y Eugene Nida, Lexicón del lenguaje griego del Nuevo Testamento). Sólo desarrollamos esta clase de fuerza al sobrellevar los difíciles retos de la vida. Tal como la resistencia física es desarrollada por medio del ejercicio, la resistencia espiritual (paciencia) se establece en los momentos difíciles.

Las dificultades ponen a prueba y fortalecen nuestra capacidad de resolución. La forma en que nos conducimos ante la adversidad, revela lo que somos realmente en nuestro corazón —nuestros valores, creencia y compromiso de continuar siguiendo fielmente a Jesús (“tomar su cruz”) aun en el caso de que la vida parezca algo extremadamente difícil.

La paciencia y el carácter no son fáciles de adquirir. Ellos se forjan en los momentos difíciles, y nos dan la fortaleza para permanecer firmes y ejercer nuestra fidelidad a medida que sufrimos. Como lo expresa Proverbios 24:10: “Si fallas bajo presión, tu fuerza es escasa” (Nueva Traducción Viviente).

En Romanos 5:5, Pablo deja en claro que a medida que crecemos en la resistencia y carácter, construimos un fundamento de verdadera esperanza —una confianza imperturbable en el amor de Dios y en la anticipación de sus promesas. La esperanza es un recurso poderoso que es el resultado de una paciencia y carácter probados. La esperanza es nuestra guía segura cuando el camino de la vida parece volverse resbaladizo, basada en nuestra certeza de que aun en medio de los momentos más difíciles, Dios no nos ha desamparado (Hebreos 13:5).

Además de la paciencia, carácter y esperanza, también hay otras cualidades que desarrollamos cuando experimentamos momentos difíciles, tales como:

• Fe —nuestra confianza en el amor, poder y misericordia de Dios, para estar al tanto de lo que nos pasa y cuidarnos en todo momento.

• Paciencia —una disposición a esperar con confianza que Dios nos va a cuidar en una situación difícil.

• Empatía —un entendimiento y compasión por otros basados en una experiencia común.

• Valor —la determinación de vencer nuestros temores para seguir adelante y confiando en Dios.

• Valoración —la certeza de que aún en nuestros peores momentos, Dios nos ha dado mucho a nosotros, por lo que debemos estar agradecidos y con esperanza.

• Perspectiva —la habilidad de ver nuestra situación desde el punto de vista de Dios y el bien que puede salir de nuestras circunstancias.

Cada una de estas cualidades nos hace más fuertes, más estables y maduros. Cada una es un aspecto del carácter que Dios quiere que sus hijos tengan. Y crecen en nosotros a medida que enfrentamos y superamos exitosamente los momentos difíciles.

Un camino al arrepentimiento
Dios también nos permite sufrir para que nos volvamos a Él, ayudándonos a comprometernos de una manera firme, profunda y total con Él.

Hebreos 12 dice que Dios disciplina a sus hijos: “Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos. Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus y viviremos? Y aquéllos, ciertamente por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía, pero éste para lo que nos es provechoso, para que participemos en su santidad. Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados” (vv. 7-11, énfasis añadido).

La palabra “disciplina” tiene dos aplicaciones. Primero, significa entrenar a una persona de acuerdo con reglas apropiadas de conducta (Louw y Nida). Por ejemplo, una forma en que Dios nos enseña “las reglas apropiadas de conducta” (su ley), es a través del estudio de las Escrituras.

Segundo, la palabra “disciplina” significa castigar con el propósito de mejorar la conducta. Los padres tienen la responsabilidad no muy agradable de castigar a sus hijos con el fin de ayudarles a aprender de un comportamiento errado. Pero como padres, ya que amamos a nuestros hijos, estamos dispuestos a ayudarles a aprender aun de las lecciones difíciles.

De la misma forma, hay momentos en que Dios nos permite sufrir las consecuencias de desobedecer, de tal forma que podamos aprender de nuestros errores pecaminosos. Si Dios ignorara nuestro mal comportamiento y nos permitiera seguir en él, no estaría expresando el amor de un Padre que quiere lo mejor para sus hijos.

Continuando en Hebreos 12, leemos que el propósito de esta clase de disciplina es fortalecernos y sanarnos espiritualmente, para que podamos continuar por “las sendas derechas” —el camino que Dios quiere que sigamos (vv. 12-13).

No todo el sufrimiento se produce porque Dios está interviniendo directamente para disciplinarnos. Pero cuando sufrimos, tenemos la oportunidad de examinar cuidadosamente nuestra vida, analizar la lección de obediencia que podemos aprender de las circunstancias. Las Escrituras llaman a esto arrepentimiento, que es el fundamento de nuestra relación con Dios.

Dios borrará toda lágrima
En su amorosa sabiduría, Dios nos está enseñando poderosas lecciones que nos fortalecerán para experiencias futuras y nos ayudarán a preparar para nuestro lugar en su Reino eterno. En esta vida nunca vamos a entender completamente por qué Dios permite que ocurran ciertas cosas. Pero podemos tener fe en que el sufrimiento no es arbitrario ni sin sentido —que aun cuando no entendamos, Él siempre desea lo mejor para nosotros.

Dios está creando en nosotros las cualidades de carácter que no pueden obtenerse sino por medio de las dificultades. Y también Él usa el sufrimiento para llamar nuestra atención a los cambios que necesitamos hacer para poder caminar por “las sendas derechas” en nuestra vida.

Sí, vivimos en un mundo de dolor. Pero no va a ser así para siempre.

Cuando hayamos aprendido estas lecciones y estemos preparados para ser parte de su reino, no habrá más necesidad de sufrimiento —éste ya habrá cumplido su propósito y nunca más será parte de nuestra vida. En su visión del Reino de Dios, el apóstol Juan escribió acerca de una época en la que: “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas pasaron” (Apocalipsis 21:4).

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